martes, 8 de marzo de 2011

Equidistantes




El acecho de una noche colgada del palacio de azúcar que rodea el canto descubierto debajo de una almohada en la cama llena de flechas, y arriba una persiana de dos rendijas semi abiertas que guiñan los ojos cuando sube la mirada para ver más allá de las nubes amorfas. Hay oleajes que lamen la barba mientras están tiradas en el tejado y otras pellizcan palomas que ríen de sus penas. Los fluctuantes vientos que azotaban su rostro cuando encontraba un muerto en medio de su cabeza y otro, por momentos, tan hermoso como un cielo bajo una paloma.
Un norte y un sur de húmedos y sonámbulos pañuelos que creaban dos personas y nacían en un corazón, sólo un corazón para dos direcciones que crecían y pesaban como campanadas de los días domingos. Ambos se habían prendido con las uñas en la parte más íntima de una mujer con un paraguas escondido en el bolsillo, aferrados a una edad, a una temporada en el que habían arrancado palabras de una garganta de canciones escondidas. El primero con ojos de aeródromo, alzaba sus manos de eclipse cuando ambos se veían aplacando las grietas de un horizonte mudo, desmemoriado y medroso, levantando la tristeza de sus sábanas que los cobijaban en cada noche en que oscilaba la flor de sus recuerdos. El segundo de pensamientos nuevos emergían huellas sin cálculo e inquietud  que estiraban el silencio hasta desaparecerlo y que no era ajeno a la docena de suspiros que en mucha de sus extremidades ella había ofrecido y, que por momentos casi perpetuos, permitían que de sus pies palomas se desprendieran para regresarla al hoy del tiempo. Son dos vientos equidistantes que cerraban puertas y no dejaban al adversario adentro cuando un espejo de colores desunidos y sienes azoradas se hacían añicos en una mujer con un paraguas escondido en su bolsillo.



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